Prefacio (*)

Mi nombre es Matthew, Matthew Pearson, como mi abuelo; y, como él, soy editor.

Recuerdo haber visitado en mi infancia su biblioteca privada. El silencio, la luz perezosa filtrándose por entre las diáfanas cortinas y el olor a cuero y papel hacían que me pareciera un lugar mágico. La sala tenía la atmósfera recogida y solemne de un templo de religiones mistéricas, cuyos ritos de iniciación se ocultaran entre las hojas amarillentas de los viejos volúmenes que dormían en las estanterías.

Sobre la cómoda butaca de orejas de mi abuelo había un cuadro bastante peculiar. En él, aparecían unos leones, reposando en una cueva. Lo que más me llamaba la atención de la escena, aparte de su atmósfera lúgubre y peligrosa, era que los animales habían sido retratados tumbados sobre un lecho de huesos y restos. En una esquina, casi oculta por las sombras, podía verse una calavera humana. Aquellos leones tenían unos ojos de mirada feroz que parecían seguirme por la sala. No importaba que me ocultara en una esquina alejada. Sus ojos, de un marrón entre dorado y cobrizo, se clavaban en mis pupilas con una mirada vigilante, penetrante, que me hacía estremecer. Recuerdo haberme preguntado por qué mi abuelo habría colgado un cuadro tan inquietante en un sitio que debería resultar cómodo y relajante para el lector. Tendría unos diez años cuando al fin me atreví a formular aquella pregunta que tanto me acuciaba.

– Mira la firma, hijo, ¿qué nombre lees?

– Edward Hirst- respondí, después de descifrar el intrincado y elegante trazo.

– Hirst, sí.- Mi abuelo suspiró con nostalgia y contempló de nuevo el cuadro, como si así reviviera una época que quedara atrás en su vida.- Era el mejor pintor naturalista de la época. Hirst. Y también era mi mejor amigo.

– ¿Está muerto?- recuerdo que pregunté inocentemente, pues mi abuelo hablaba en pasado.

Esa misma tarde, conocí parte de la historia del que, con el tiempo, se convertiría en el héroe de mi infancia.

Edward Hirst, nacido en Londres, en el año 1865, abandonó una prometedora carrera como militar para dedicarse a viajar pintando paisajes y escenas de lugares exóticos. Pronto se convertiría en un pintor de fama entre la élite de Inglaterra, pero eso no le hizo un hombre económicamente pudiente. Mi abuelo, Mathew Pearson, sufragaba la mayor parte de los gastos de sus expediciones, a menudo a cambio de uno o dos cuadros, entre los que se encontraba el de la biblioteca. A su regreso, Hirst le narraba sus aventuras y mi abuelo publicaba un nuevo libro de viajes.

Así, supe que Hirst había realizado el retrato de esos dos leones años antes incluso de que en 1898 se hicieran tristemente famosos como los “Devoradores de Hombres de Tsavo”. Ese fue su último viaje a África, y la pintura resultó el pago de la expedición del año 1891.

Entre los desgastados volúmenes de la biblioteca pude encontrar estos libros de viajes, compuestos por fragmentos del diario de Hirst, artículos, bocetos, entrevistas… ni que decir tiene que leí todos y cada uno de los cuadernos con gran interés. Las descripciones de Hirst eran detalladas y lograban hacer que el lector se viera transportado a tierras extrañas. Los bocetos, de gran calidad, ilustraban el texto ofreciendo visiones maravillosas de un mundo completamente desconocido para mí. Así, pude visitar la China, Australia, Marruecos, Nueva Zelanda, Egipto, Birmania, Malasia, las Islas Salomón…

Mi abuelo era una fuente inagotable de información acerca de mi héroe, y le agradaba sentarse frente a la chimenea, aspirando el humo de su pipa, y contarme anécdotas de aquellos años en los que ambos eran jóvenes y el mundo parecía estar aún a medio descubrir.

No obstante, todas las historias concluían el mismo año. Más allá de 1891, tras el viaje a África, tras pintar el cuadro de los leones de Tsavo, Edward Hirst parecía dejar de existir. Y por más que insistí a mi abuelo, nunca logré saber qué había pasado. Y cuando le preguntaba directamente sobre el tema, permanecía inmóvil, con la vista clavada en las danzarinas llamas, aspirando el humo de su pipa, su rostro serio y su mirada distante, más allá del salón, más allá de Inglaterra, quizás.

Mi abuelo murió en 1932, a la respetable edad de 87 años y, dado que yo era su único heredero tras el fallecimiento de mis padres en un trágico accidente tiempo atrás, entré en posesión de la editorial y su casa, con la gran biblioteca y todos los cuadros de Edward Hirst. Durante mucho tiempo no volví a pensar en las andanzas del pintor expedicionario. No fue hasta la noche del 8 de septiembre de 1940, cuando las sirenas que avisaban del segundo ataque aéreo de una larga serie que duraría cerca de dos meses comenzaron a rasgar el cielo de Londres, que volví a encontrarme con el héroe de mi infancia. Había corrido al interior de la casa de mi abuelo, dispuesto a rescatar cuanto de valor pudiera llevarme conmigo, cuando, al tropezar de forma accidental contra un aplique de la pared, vi abrirse una pequeña puertecilla que daba a un estrecho corredor. Lo seguí y subí una escalerilla cubierta de polvo que me condujo al abandonado desván. Allí pude ver cajas de libros, figuras y lámparas que hacían años que habían perdido su utilidad, fotos, ropa de cama… y un pequeño cofre de lo que parecía ébano tallado con incrustaciones de marfil. Aquel objeto me hizo pensar inmediatamente en el pintor y, con las frente cubierta por un sudor helado y el corazón agitado, la abrí. Dentro había un libro pequeño, con las cubiertas de cuero desgastadas, cosido a mano. Sus páginas, escritas con elegante trazo, estaban amarillentas y debía de haber sobrevivido a algún incendio, ya que en algunas zonas las llamas parecían haber devorado hojas completas. Tenía un curioso olor, a hollín y a polvo, a cuero desgastado, tabaco de pipa y humedad, pero, sobre todo, a historia.

Con el bombardeo sobre la ciudad como música de fondo, me dejé caer en el polvoriento suelo de madera, abrí el pequeño libro y comencé a leer…

Retomando la tradición de mi abuelo, he decidido publicar este cuaderno de viaje que ilustra la última aventura de Hirst. No obstante, como el lector podrá advertir, está inacabado. Parece probable que las llamas destruyeran el final, quizás, en realidad, Edward Hirst no llegó a escribirlo. Pero no quiero adelantarme y prefiero que seas tú, mi querido lector, quien saque sus propias conclusiones acerca de lo que ocurrió durante el trágico incidente en la mansión, y tal vez puedas resolver el misterio que asoló White Creek Manor.

Londres 1954

Extracto de la novela White Creek Manor, de A. Victoria Vázquez
Presentación de la novela el jueves 11 de noviembre, a las 20:00 en el café La Fídula (Huertas 57), Madrid
Presentación abierta a todo el público… ¡Espero verte por allí!

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